El Presidente lo hizo de nuevo. En su mañanera del lunes anunció sin tapujos que violará la Constitución. Su pretensión de incorporar orgánicamente a la Guardia Nacional (GN) a la Sedena mediante un acuerdo presidencial es violatoria de la disposición constitucional que a la letra señala que la GN es una institución de seguridad pública de carácter civil, sujeta a un mando de la misma naturaleza. La reacción de los abogados no se hizo esperar. Emergieron voces que señalaban un “golpe constitucional”, un acto “autoritario y dictatorial”.
Desde el comienzo de este gobierno hemos visto varios episodios de esta índole: el memorándum presidencial que “cancelaba la reforma educativa”, el decreto militarista, las reformas a la Ley de la Industria Eléctrica o el acuerdo que blinda los megaproyectos como asunto de seguridad nacional. Quiero resaltar dos cosas: las razones de la reacción estruendosa de los especialistas y la motivación del presidente.
Empiezo por lo primero. En toda relación política hay unos que son llamados a mandar y otros a obedecer. El constitucionalismo moderno trata de modular, limitar y encauzar el poder de quienes mandan para evitar abusos. La única manera que hemos encontrado para lograrlo es mediante una serie de reglas que limiten el poder de los gobernantes. Para que la relación política sea legítima —que dé buenas razones para obedecer— debemos estar sometidos a normas, no a personas. Lo que hemos visto en esta administración es que, poco a poco, se ha minado este principio. Al presidente y su círculo cercano les tiene sin cuidado si sus decisiones no tienen asidero constitucional o legal —recordemos las justificaciones para hacer propaganda de la “revocación” de mandato o las declaraciones de Mario Delgado para excusar el acarreo electoral—. Todas estas acciones nos colocan en un estado de incertidumbre, de arbitrariedad y de franca injusticia. Violar la Constituciónno es sólo contradecir lo escrito en un documento, sino destruir el pacto que tenemos para poder vivir en sociedad.
Quizá lo más relevante sea tratar de dilucidar por qué el presidente actúa así. Encuentro algunas pistas en un debate reciente. Algunos argumentan que Morena es la reencarnación de lo que fue el PRI. Un partido que empieza a ser hegemónico y a moldear al propio sistema político. Yo no lo creo. El PRI fue hegemónico, sí, pero se apegaba a ciertos estatutos. Octavio Paz lo describió con claridad: la concentración de poder en manos del presidente era enorme pero nunca era un poder personalista, sino la consecuencia de su investidura impersonal. En cambio, “el poder del caudillo es siempre personal […] El caudillo gobierna de espaldas a la ley: él hace la ley”. AMLO es un caudillo de manual y por eso gobierna por decreto. Sin embargo, así como alarma la descripción de Paz, también sosiega cuando dice que el caudillo “es una presencia inesperada que brota en los momentos de crisis y confusión, rige sobre el filo de la ola de los acontecimientos y desparece de una manera no menos súbita que la de su aparición”. Por fortuna, sólo quedan poco más de dos años de caudillismo.