Lo dijo bien Sabino Bastidas en Es La Hora de Opinar del jueves pasado: la gente piensa que el sistema democrático no funciona para ellos. Según la mayoría, la democracia beneficia a una élite, a una casta, a unos pocos en detrimento de la mayoría. Es un sistema que reproduce privilegios y al esquema de desigualdades existente. Hay una crisis de interés público que devendrá, posiblemente, en una crisis de gobernabilidad. Cuando el ciudadano no ve, no siente, que el sistema los beneficia en su cotidianeidad, emergen los anhelos por la simplicidad y la añoranza de los hombres fuertes. México no es la excepción.
Basta pasar revista al último informe de Latinobarómetro. Hay cuatro datos que motivan estas conclusiones. Sólo el 27 por ciento confía en el gobierno, el 75 por ciento piensa que la aplicación de la ley es selectiva, otro 73 por ciento piensa que el sistema sólo beneficia a unos cuantos y un 83 por ciento cree que la ley no se cumple.
Hay varias cuestiones a resaltar. Parecería que no vemos a la democracia moderna como un sistema de representación propiamente político, es decir, del interés general, público; sino como una representación de intereses particulares. Éstos son de distinto tipo: privados, corporativos, sectarios. Esto no es nuevo, Norberto Bobbio lo previó hace tiempo. El filósofo turinés veía en la propia fisionomía del sistema representativo el riesgo de que los intereses particulares ahogaran el interés público. Derivado de eso, en su obra clásica, El futuro de la democracia, también previno de otro peligro: la aparición de una oligarquía disfrazada de democracia.
Si son los intereses particulares los que tienen el verdadero control político, entonces lo que nos han dicho una y otra vez sobre la democracia no sería más que una mala broma, una broma grotesca. No sería cierto que la democracia es el régimen de la igualdad, lo cierto sería que unos serían más iguales que otros. Los que tienen más peso son los que, de hecho, influyen en el proceso político. Ejemplos hay muchos. Lo vemos a diario en los parlamentos, en los congresos. Actualmente que se discute la miscelánea fiscal en el Congreso de la Unión, en su plaza principal pululan los representantes de las grandes corporaciones que intentan influir en la legislación. Y vaya que lo hacen.
No sería cierto, pues, que el poder político esté equitativamente repartido entre todos los ciudadanos. Vivimos en un régimen donde el poder económico, muchas veces, somete al poder político. Donde dinero y política han hecho una mancuerna perversa: se alimentan mutuamente.
Todo esto es lo que ve la ciudadanía y, de aquellos polvos, estos lodos. Por eso no confían en los gobernantes, sospechan del discurso político, no creen en el Estado de derecho. Lo más importante es que se sienten parte de un sistema diseñado para beneficiar la acumulación del capital en unas cuantas manos. Ese sistema es el democrático. Esa es la razón y no otra por la que aumentó casi al doble el apoyo al autoritarismo en México, de un 11 al 22 por ciento.
Y el que sabe esto al dedillo es el presidente de la república. No sólo lo sabe, lo ha vivido, lo ha respirado en cada rincón del país. Sabe perfectamente cuáles fibras sociales tocar para atizar la emoción de la gente, para articular en dos o tres frases una serie de agravios colectivos. Así lo hace hoy cuando defiende la reforma a la industria eléctrica. Él no hace una una defensa técnica de la misma, sino emocional. Apela a este predominio de lo privado sobre lo público, a la nube de desigualdades que la gente ve y siente a diario.
Mientras nosotros defendemos la reforma apelando a las tarifas de porteo, él habla de cómo las grandes corporaciones no pagan nada por la luz que consumen. Mientras nosotros hablamos de cuánto vale el kW-hora en plantas de productores independientes, él apela a cómo se han hecho multimillonarios unos personajes a costa del Estado. El problema es que la reforma sí es regresiva, sí es nociva para el país, pero no hemos podido llegar a ese terreno emocional porque la gente cree —y no con poca razón— que todo el sistema está amañado y el presidente lo repite sin cesar.
Si no modulamos el discurso técnico y empezamos a definir políticas que realmente vean por el interés público y la gente en su vida cotidiana vea beneficios concretos que deriven de la deliberación democrática, seguirán surgiendo hombres fuertes que se encarnan como portavoces del pueblo. Porque eso es lo que pide la ciudadanía: voz, reconocimiento, dignidad. Y hoy la democracia no ha arrojado eso, aunque es el único régimen que puede hacerlo. El único. Lo que nos urge es honrarlo.