La conversación pública de esta semana ha girado en torno a la violencia y la seguridad pública. No es para menos. Las escenas que vimos en Chihuahua, Jalisco, Baja California y Guanajuato son estremecedoras. Las opiniones de expertos y especialistas señalan un diagnóstico similar: la estrategia actual no está funcionando. Esta estrategia consiste, básicamente, en que el las fuerzas armadas —en específico, la Guardia Nacional— se hagan cargo de la seguridad pública, desplazando así a las fuerzas policiacas estatales y municipales. Me llama la atención que, la mayoría de los que opinan, no proponen algo nuevo. Recetan la misma medicina de hace años: hay que acabar con la militarización, fortalecer a las policías locales y crear un aparato de inteligencia verdaderamente eficaz. Todo esto suena bien, pero hay algo que no acaba de embonar con las imágenes de este país que vemos en llamas.
No estoy de acuerdo con la militarización de la seguridad pública, pero no he leído ni escuchado a nadie preguntarse (seriamente) por qué el Presidente cambió radicalmente su postura cuando asumió el cargo. ¿Qué le informaron los militares? ¿Qué diagnóstico le dieron las agencias de seguridad de Estados Unidos? ¿Qué encontró en los sótanos de Palacio Nacional que lo llevó no sólo a modificar su postura, sino a hacer de las fuerzas armadas el pilar de su gobierno? Las respuestas a todas estas preguntas no pueden ser simplemente que AMLO encontró en el ejército a la única institución eficaz y leal a sus designios autoritarios. Debe haber otras explicaciones.
Quien más ha ayudado a entender esta situación es Fernando Escalante, sociólogo del Colegio de México. Su punto de partida es, simplemente, la realidad. Y antes de aventurar soluciones manidas, intenta comprender el problema. El mayor obstáculo, dice Escalante, “está en que se piense la violencia —la delincuencia, el crimen— como si fuese algo ajeno, separado del resto de la vida social, como si existiera en un plano distinto y hubiese que explicarlo con otro lenguaje, otros argumentos, otros datos […] la reducción es engañosa […] el crimen no es algo que se pueda separar de la economía, la política, la vida cotidiana”.1
Es cierto. Lo que sorprende es que, si el “crimen organizado” ha transmutado en algo mucho más complejo que simples traficantes de droga, así también debería evolucionar tanto el diagnóstico de lo que sucede como las posibles vías de solución. Si ya no estamos hablando de un “crimen organizado” monolítico, que sólo trafica drogas (aunque su actividad nunca fue tan simple como esta estampa lo pinta), sino de organizaciones de ocupación territorial que suplantan las funciones estatales y controlan mercados legales e ilegales; entonces deberíamos tener otras respuestas. Es iluso pensar que este fenómeno gigantesco se resolverá con las policías locales y la despenalización de algunas drogas.
Fui candidato a la presidencia municipal de la ciudad de Durango. Y con conocimiento de causa se los digo: Escalante tiene razón. El crimen, los delincuentes, están empotrados, incrustados (para usar la expresión de Polanyi) en la vida cotidiana, en las economías locales e informales, en el aparato estatal. Entonces, el problema no está exclusivamente en cómo erradicar la delincuencia, sino más bien en cómo reconstruir esa “configuración social donde se desarrolla la violencia”. Es decir, cómo trazar nuevos acuerdos sociales y de intermediación política para que la violencia disminuya. El reto es mucho más complejo de lo que imaginamos. Es gigantesco.